TALLER 5
CAPITULO CUARTO
DATE LA BUENA VIDA
¿Qué pretendo decirte poniendo
un «haz lo que quieras» como lema fundamental de esa ética hacia la que vamos
tanteando? Pues sencillamente (aunque luego resultará que no es tan sencillo,
me temo) que hay que dejarse de órdenes y costumbres, de premios y castigos, en
una palabra, de cuanto quiere dirigirte desde fuera' y que tienes que
plantearte todo este asunto desde ti mismo, desde el fuero interno de tu
voluntad. No le preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con tu vida:
pregúntatelo a ti mismo. Si deseas saber en qué puedes emplear mejor tu
libertad, no la pierdas poniéndote ya desde el principio al servicio de otro o
de otros, Por buenos, sabios y respetables que sean: interroga sobre el uso de
tu libertad... a la libertad misma.
Claro, como eres chico listo
puede que te estés dando ya cuenta de que aquí hay una cierta contradicción. Si
te digo «haz lo que quieras» parece que te estoy dando de todas formas una
orden, «haz eso y no lo otro», aunque sea la orden de que actúes libremente.
¡Vaya orden más complicada, cuando se la examina de cerca! Si la cumples, la
desobedeces (porque no haces lo que quieres, sino lo que quiero yo que te lo
mando); si la desobedeces, la cumples (porque haces lo que tú quieres en lugar
de lo que yo te mando... ¡pero eso es precisamente lo que te estoy mandando!). Créeme,
no pretendo meterte en un rompecabezas como los que aparecen en la sección de
pasatiempos de los periódicos. Aunque procure decirte todo esto sonriendo para
que no nos aburramos más de lo debido, el asunto es serio: no se trata de pasar
el tiempo, sino de vivirlo bien. La aparente contradicción que encierra ese «haz
lo que quieras» no es sino un reflejo del problema esencial de la libertad
misma: a saber, que no somos libres de no ser libres, que no tenemos más
remedio que serlo. ¿Y si me dices que ya está bien, que estás harto y que no
quieres seguir siendo libre? ¿Y si decides entregarte como esclavo al mejor
postor o jurar que obedecerás en todo y para siempre a tal o cual tirano? Pues
lo harás porque quieres, en uso de tu libertad y aunque obedezcas a otro o te
dejes llevar por la masa seguirás actuando tal como prefieres: no renunciarás a
elegir, sino que habrás elegido, lo elegir por ti mismo. Por eso un filósofo
francés de nuestro siglo, Jean-Paul Sartre, dijo que «estamos condenados a la
libertad». Para esa condena, no hay indulto que valga...
De modo que mi «haz lo que
quieras» no es más que una forma de decirte que te tomes en serio el problema
de tu libertad, lo de que nadie puede dispensarte de la responsabilidad
creadora de escoger tu camino. No te preguntes con demasiado morbo si «merece
la pena>> todo este jaleo de la libertad, porque quieras o no eres libre,
quieras o no tienes que querer. Aunque digas que no quieres saber nada de estos
asuntos tan fastidiosos y que te deje en paz, también estarás queriendo...
queriendo no saber nada, queriendo que te dejen en paz aun a costa de
aborregarte un poco o un mucho. ¡Son las cosas del querer, amigo mío, como dice
la copla! Pero no confundamos este «haz lo que quieras» con los caprichos de
que hemos hablado antes. Una cosa es que hagas «lo que quieras» y otra bien
distinta que hagas «lo primero que te venga en gana». No digo que en ciertas
ocasiones no pueda bastar la pura Y simple gana de algo: al elegir qué vas a
comer en un restaurante, por ejemplo. Ya que afortunadamente tienes buen
estómago Y no te preocupa engordar, pues venga, pide lo que te dé la gana...
Pero cuidado, que a veces con la «gana» no se gana, sino que se pierde. Ejemplo
al canto.
No sé si has leído mucho la
Biblia. Está llena de cosas interesantes y no hace falta ser muy religioso, ya
sabes que yo lo soy más bien poco para apreciarlas. En el primero de sus
libros, el Génesis, se cuenta la historia de Esaú y Jacob, hijos de Isaac. Eran
hermanos gemelos, pero Esaú había salido primero del vientre de su madre, lo
que le concedía el derecho de primogenitura: ser primogénito en aquellos
tiempos no era cosa sin importancia, porque significaba estar destinado a
heredar todas las posesiones y privilegios del padre. A Esaú le gustaba ir de
caza y correr aventuras, mientras que Jacob prefería quedarse en casita, preparando
de vez en cuando algunas delicias culinarias. Cierto día volvió Esaú del campo
cansado y hambriento. Jacob había preparado un suculento potaje de lentejas y a
su hermano, nada más llegarle el olorcillo del guiso, se le hizo la boca agua.
Le entraron muchas ganas de comerlo y pidió a Jacob que le invitara. El hermano
cocinero le dijo que con mucho gusto pero no gratis sino a cambio del derecho
de primogenitura. Esaú pensó: «Ahora lo que me apetecen son las lentejas. Lo de
heredar a mi padre será dentro de mucho tiempo. ¡Quién sabe, a lo mejor me
muero yo antes que él!» Y accedió a cambiar sus futuros derechos de primogénito
por las sabrosas lentejas del presente. ¡Debían oler estupendamente esas
lentejas! Ni que decir tiene que más tarde, ya repleta la panza, se arrepintió
del mal negocio que había hecho, lo que provocó bastantes problemas entre los
hermanos (dicho sea, con el respeto debido, siempre me ha dado la impresión de
que Jacob era un pájaro de mucho cuidado). Pero si quieres saber cómo acaba la
historia, léete el Génesis. Para lo que aquí nos interesa ejemplificar basta
con lo que te he contado.
Como te veo un poco sublevado,
no me extrañaría que intentaras volver esta historia contra lo que te vengo
diciendo: «¿No me recomendabas tú eso tan bonito de "haz lo que
quieras"? Pues ahí tienes: Esaú quería potaje, se empeñó en conseguirlo y
al final se quedó sin herencia. ¡Menudo éxito!» Sí, claro, pero... ¿eran esas lentejas
lo que Esaú quería de veras o simplemente lo que le apetecía en aquel momento?
Después de todo, ser el primogénito era entonces una cosa muy rentable y en
cambio las lentejas ya se saben: si quieres las tomas y si no las dejas... Es
lógico pensar que lo que Esaú quería en el fondo era la primogenitura, un
derecho destinado a mejorarle mucho la vida en un plazo más o menos próximo.
Por supuesto, también le apetecía comer potaje, pero si se hubiese molestado en
pensar un poco se habría dado cuenta de que este segundo deseo podía esperar un
rato con tal de no estropear sus posibilidades de conseguir lo fundamental. A
veces los hombres querernos cosas contradictorias que entran en conflicto unas
con otras. Es importante ser capaz de establecer prioridades y de imponer una
cierta jerarquía entre lo que de pronto me apetece y lo que, en el fondo, a la
larga, quiero. Y si no, que se lo pregunten a Esaú...
En el cuento bíblico hay un
detalle importante. Lo que determina a Esaú para que elija el potaje presente y
renuncie a la herencia futura es la sombra de la muerte o, si prefieres, el
desánimo producido por la brevedad de la vida. «Como sé que me voy a morir de
todos modos y a lo mejor antes que mi padre... ¿para qué molestarme en dar más
vueltas a lo que me conviene? ¡Ahora quiero lentejas y mañana estaré muerto, de
modo que vengan las lentejas y se acabó! » Parece como si a Esaú la certeza de
la muerte le llevase a pensar que la vida ya no vale la pena, que todo da
igual. Pero lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la muerte.
Fíjate: por miedo a la muerte, Esaú decide vivir como si ya estuviese muerto y
todo diese igual. La vida está hecha de tiempo, nuestro presente está lleno de
recuerdos Y esperanzas, pero Esaú vive como si para él ya no hubiese otra
realidad que el aroma de lentejas que le llega ahorita mismo a la nariz, sin
ayer ni mañana. Aún más: nuestra vida está hecha de relaciones con los demás -somos
padres, hijos, hermanos, amigos o enemigos, herederos o heredados, etc.-, pero
Esaú decide que las lentejas (que son una cosa, no una persona) cuentan más
para él que esas vinculaciones con otros que le hacen ser quien es. Y ahora una
pregunta: ¿cumple Esaú realmente lo que quiere o es que la muerte le tiene como
hipnotizado, paralizando y estropeando su querer?
Dejemos a Esaú con sus
caprichos culinarios y sus líos de familia. Volvamos a tu caso, que es el que
aquí nos interesa. Si te digo que hagas lo que quieras, lo primero que parece
oportuno hacer es que pienses con detenimiento y a fondo qué es lo que quieres.
Sin duda te apetecen muchas cosas, a menudo contradictorias, como le pasa a
todo el mundo: quieres tener una moto pero no quieres romperte la crisma por la
carretera, quieres tener amigos pero sin perder tu independencia, quieres tener
dinero pero no quieres avasallar al prójimo para conseguirlo, quieres saber
cosas y por ello comprendes que hay que estudiar pero también quieres
divertirte, quieres que yo no te dé la lata y te deje vivir a tu aire pero
también que esté ahí para ayudarte cuando lo necesites, etc. En una palabra, si
tuvieras que resumir todo esto y poner en palabras sinceramente tu deseo global
de fondo, me dirías: «Mira, papi, lo que quiero es darme la buena vida.»
¡Bravo! ¡Premio para el caballero! Eso mismito es lo que yo quería aconsejarte:
cuando te dije «haz lo que quieras» lo que en el fondo pretendía recomendarte es
que te atrevieras a darte la buena vida. Y no hagas caso a los tristes ni a los
beatos, con perdón: la ética no es más que el intento racional de averiguar
cómo vivir mejor. Si merece la pena interesarse por la ética es porque nos
gusta la buena vida. Sólo quien ha nacido para esclavo o quien tiene tanto
miedo a la muerte que cree que todo da igual se dedica a las lentejas y vive de
cualquier manera...
Quieres darte la buena vida:
estupendo. Pero también quieres que esa buena vida no sea la buena vida de una
coliflor o de un escarabajo, con todo mi respeto para ambas especies, sino una buena
vida humana. Es lo que te corresponde, creo yo. Y estoy seguro de que a ello no
renunciarías por nada del mundo. Ser humano, ya lo hemos indicado antes,
consiste principalmente en tener relaciones con los otros seres humanos. Si
pudieras tener muchísimo dinero, una casa más suntuosa que un palacio de las
mil y una noches, las mejores ropas, los más exquisitos alimentos (¡muchísimas
lentejas!), los más sofisticados aparatos, etc., pero todo ello a costa de no
volver a ver ni a ser visto por ningún ser humano jamás, ¿estarías contento?
¿Cuánto tiempo podrías vivir así sin volverte loco? ¿No es la mayor de las
locuras querer las cosas a costa de la relación con las personas? ¡Pero si precisamente
la gracia de todas esas cosas estriba en que te permiten -o parecen permitirte-
relacionarte más favorablemente con los demás! Por medio del dinero se espera
poder deslumbrar o comprar a los otros; las ropas son para gustarles o para que
nos envidien; y lo mismo la buena casa, los mejores vinos, etcétera. Y no
digamos los aparatos: el vídeo y la tele son para verlos mejor, el compact para
oírlos mejor y así sucesivamente. Muy pocas cosas conservan su gracia en la
soledad; y si la soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan
irremediablemente. La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de
lo contrario puede que sea vida, pero no será ni buena ni humana. ¿Empiezas a ver
por dónde voy? Las cosas pueden ser bonitas y útiles, los animales (por lo
menos algunos) resultan simpáticos, pero los hombres lo que querernos ser es
humanos, no herramientas ni bichos. Y queremos también ser tratados como
humanos, porque eso de la humanidad depende en buena medida de lo que los unos hacernos
con los otros. Me explico: el melocotón nace melocotón, el leopardo viene ya al
mundo como leopardo, pero el hombre no nace ya hombre del todo ni nunca llega a
serlo si los demás no le ayudan. ¿Por qué? Porque el hombre no es solamente una
realidad biológica, natural (como los melocotones o los leopardos), sino también
una realidad cultural. No hay humanidad sin aprendizaje cultural y para empezar
sin la base de toda cultura (y fundamento por tanto de nuestra humanidad): el
lenguaje. El mundo en el que vivimos los humanos es un mundo lingüístico, una
realidad de símbolos y leyes sin la cual no sólo seríamos incapaces de comunicarnos
entre nosotros sino también de captar la significación de lo que nos rodea.
Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo (como podría aprender a comer
por sí solo o a mear -con perdón por sí solo), porque el lenguaje no es una
función natural y biológica del hombre (aunque tenga su base en nuestra
condición biológica, claro está) sino una creación cultural que heredamos y
aprendemos de otros hombres.