TALLER 7
CAPÍTULO VI
APARECE PEPITO GRILLO
¿Sabes cuál es la única
obligación que tenemos en esta vida? Pues no ser imbéciles. La palabra
«imbécil» es más sustanciosa de lo que parece, no te vayas a creer. Viene del
latín baculus que significa «bastón»: el imbécil es el que necesita bastón para
caminar. Que no se enfaden con nosotros los cojos ni los ancianitos, porque el
bastón al que nos referimos no es el que se usa muy legítimamente para ayudar a
sostenerse y dar pasitos a un cuerpo quebrantado por algún accidente o por la
edad. El imbécil puede ser todo lo ágil que se quiera y dar brincos como una
gacela olímpica, no se trata de eso. Si el imbécil cojea no es de los pies, sino
del ánimo: es su espíritu el debilucho y cojitranco, aunque su cuerpo pegue
unas volteretas de órdago. Hay imbéciles de varios modelos, a elegir:
a) El que cree que no quiere
nada, el que dice que todo le da igual, el que vive en un perpetuo bostezo o en
siesta permanente, aunque tenga los ojos abiertos y no ronque.
b) El que cree que lo quiere
todo, lo primero que se le presenta y lo contrario de lo que se le presenta:
marcharse y quedarse, bailar y estar sentado, masticar ajos y dar besos
sublimes, todo a la vez.
c) El que no sabe lo que quiere
ni se molesta en averiguarlo. Imita los quereres de sus vecinos o les lleva la
contraria porque sí, todo lo que hace está dictado por la opinión mayoritaria
de los que le rodean: es conformista sin reflexión o rebelde sin causa.
d) El que sabe que quiere y sabe
lo que quiere y, más o menos, sabe por qué lo quiere, pero lo quiere flojito,
con miedo o con poca fuerza. A fin de cuentas, termina siempre haciendo lo que
no quiere y dejando lo que quiere para mañana, a ver si entonces se encuentra
más entonado.
e) El que quiere con fuerza y
ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha engañado a sí mismo sobre lo que es la
realidad, se despista enormemente y termina confundiendo la buena vida con
aquello que va a hacerle polvo.
Todos estos tipos de imbecilidad
necesitan bastón, es decir, necesitan apoyarse en cosas de fuera, ajenas, que
no tienen nada que ver con la libertad y la reflexión propias. Siento decirte
que los imbéciles suelen acabar bastante mal, crea lo que crea la opinión vulgar.
Cuando digo que «acaban mal» no me refiero a que terminen en la cárcel o
fulminados por un rayo (eso sólo suele pasar en las películas), sino que te
aviso de que suelen fastidiarse a sí mismos y nunca logran vivir la buena vida
esa que tanto nos apetece a ti y a mí. Y todavía siento más tener que
informarte qué síntomas de imbecilidad solemos tener casi todos; vamos, por lo menos
yo me los encuentro un día sí y otro también, ojalá a ti te vaya mejor en el
invento... Conclusión: ¡alerta!, ¡en guardia!, ¡la imbecilidad acecha y no
perdona!
Por favor, no vayas a confundir
la imbecilidad de la que te hablo con lo que a menudo se llama ser «imbécil»,
es decir, ser tonto, saber pocas cosas, no entender la trigonometría o ser
incapaz de aprenderse el subjuntivo del verbo francés aimer. Uno puede ser imbécil
para las matemáticas (mea culpa y no serlo para la moral, es decir, para la
buena vida. Y al revés: los hay que son linces para los negocios y unos
perfectos cretinos para cuestiones de ética. Seguro que el mundo está lleno de
premios Nobel, listísimos en lo suyo, pero que van dando tropezones y
bastonazos en la cuestión que aquí nos preocupa. Desde luego, para evitar la
imbecilidad en cualquier campo es preciso prestar atención, como ya hemos dicho
en el capítulo anterior, y esforzarse todo lo posible por aprender. En estos
requisitos coinciden la física o la arqueología y la ética. Pero el negocio de
vivir bien no es lo mismo que el de saber cuánto son dos y dos. Saber cuánto
son dos y dos es cosa preciosa, sin duda, pero a la imbécil moral no es esa
sabiduría la que puede librarle del gran batacazo. Por cierto, ahora que lo
pienso... ¿cuánto son dos y dos?
Lo contrario de ser moralmente
imbécil es tener conciencia. Pero la conciencia no es algo que le toque a uno
en una tómbola ni que nos caiga del cielo. Por supuesto, hay que reconocer que
ciertas personas tienen desde pequeñas mejor «oído» ético que otras y un «buen
gusto» moral espontánea, pero este «oído» y ese «buen gusto» pueden afirmarse y
desarrollarse con la práctica (lo mismo que el oído musical y el buen gusto
estético). ¿Y si alguien carece en absoluto de semejante «oído» o «buen gusto»
en cuestiones de bien vivir? Pues, chico, mal remedio le veo a su caso. Uno
puede dar muchas razones estéticas, basadas en la historia, la armonía de formas
y colores, en lo que quieras, para justificar que un cuadro de Velázquez tiene
mayor mérito artístico que un cromo de las tortugas Ninja. Pero si después de
mucho hablar alguien dice que prefiere el cromito a Las Meninas no sé cómo
vamos a arreglárnoslas para sacarle de su error. Del mismo modo, si alguien no
ve malicia ninguna en matar a martillazos a un niño para robarle el chupete, me
temo que nos quedaremos roncos antes de lograr convencerle...
Bueno, admito que para lograr
tener conciencia hacen falta algunas cualidades innatas, como para apreciar la
música o disfrutar con el arte. Y supongo que también serán favorables ciertos
requisitos sociales y económicos, pues a quien se ha visto desde el cuna
privado de lo humanamente más necesario es difícil exigirle la misma facilidad
para comprender lo de la buena vida que a los que tuvieron mejor suerte. Si
nadie te trata como humano, no es raro que vayas a lo bestia... Pero una vez
concedido ese mínimo, creo que el resto depende de la atención y esfuerzo de
cada cual. ¿En qué consiste esa conciencia que nos curará de la imbecilidad moral?
Fundamentalmente en los siguientes rasgos:
a) Saber que no todo da igual
porque queremos realmente vivir y además vivir bien, humanamente bien.
b) Estar dispuestos a fijarnos en
si lo que hacemos corresponde a lo que de veras queremos o no.
c) A base de práctica, ir
desarrollando el buen gusto moral, de tal modo que haya ciertas cosas que nos
repugne espontánea mente hacer (por ejemplo, que le dé a uno «asco» mentir como
nos da asco por lo general mear en la sopera de la que vamos a servirnos de
inmediato ... ).
d) Renunciar a buscar coartadas
que disimulen que somos libres y por tanto razonablemente responsables de las
consecuencias de nuestros actos.
Como verás, no invoco en estos
rasgos descriptivos motivo diferente para preferir lo de aquí a lo de allá, la
conciencia a la imbecilidad, que tu propio provecho. ¿Por qué está mal lo que llamamos
«malo»? Porque no le deja a uno vivir la buena vida que queremos. ¿Resulta pues
que hay que evitar el mal por una especie de egoísmo? Ni más ni menos. Por lo
general la palabra «egoísmo» suele tener mala prensa: se llama «egoísta» a
quien sólo piensa en sí mismo y no se preocupa por los demás, hasta el punto de
fastidiarles tranquilamente si con ello obtiene algún beneficio. En este
sentido diríamos que el ciudadano Kane era un «egoísta» o también Calígula,
aquel emperador romano capaz de cometer cualquier crimen por satisfacer el más
simple de sus caprichos. Estos personajes y otros parecidos suelen ser
considerados egoístas (incluso monstruosamente egoístas) y desde luego no se distinguen
por lo exquisito de su conciencia ética ni por su empeño en evitar hacer el
mal...
De acuerdo, pero ¿son tan
egoístas como parece estos llamados «egoístas»? ¿Quién es el verdadero egoísta?
Es decir: ¿quién puede ser egoísta sin ser imbécil? La respuesta me parece
obvia: el que quiere lo mejor para sí mismo. Y ¿qué es lo mejor? Pues eso que
hemos llamado «buena vida». ¿Se dio una buena vida Kane? Si hemos de creer lo
que nos cuenta Orson Welles, no parece. Se empeñó en tratar a las personas como
si fueran cosas y de este modo se quedó sin los regalos humanamente más
apetecibles de la vida, como el cariño sincero de los otros o su amistad sin
cálculo. Y Calígula, no digamos. ¡Vaya vida que se infligió el pobre chico! Los
únicos sentimientos sinceros que consiguió despertar en su prójimo fueron el
terror y el odio. ¡Hay que ser imbécil, moralmente imbécil, para suponer que es
mejor vivir rodeado de pánico y crueldad que entre amor y agradecimiento! Para
concluir, al despistado de Calígula se lo cargaron sus propios guardias, claro:
¡menuda birria de egoísta estaba hecho si lo que quiso es darse la buena vida a
base de fechorías! Si hubiera pensado de veras en sí mismo (es decir, si
hubiese tenido conciencia) se habría dado cuenta de que los humanos necesitamos
para vivir bien algo que sólo los otros humanos pueden darnos si nos lo ganamos
pero que es imposible de robar por la fuerza o los engaños.
Cuando se roba, ese algo
(respeto, amistad, amor) pierde todo su buen gusto y a la larga se convierte en
veneno. Los «egoístas» del tipo de Kane o Calígula se parecen a esos
concursantes de Un, dos, tres o de El precio justo que quieren conseguir el
premio mayor, pero se equivocan y piden la calabaza que no vale nada...
Sólo deberíamos llamar egoísta
consecuente al que sabe de verdad lo que le conviene para vivir bien y se
esfuerza por conseguirlo. El que se harta de todo lo que le sienta mal (odio, caprichos
criminales, lentejas compradas a precio de lágrimas, etc.) en el fondo quisiera
ser egoísta pero no sabe. Pertenece al gremio de los imbéciles y habría que
recetarle un poco de conciencia para que se amase mejor a sí mismo. Porque el
pobrecillo (aunque sea un pobrecillo millonario o un pobrecillo emperador) cree
que se ama a sí mismo pero se fija tan poco en lo que de veras le conviene que termina
portándose como si fuese su peor enemigo. Así lo reconoce un célebre villano de
la literatura universal, el Ricardo III de Shakespeare en la tragedia de ese
mismo título. Para llegar a convertirse en rey, el conde de Gloucester (que
finalmente será coronado como Ricardo III) elimina a todos los parientes
varones que se interponen entre el trono y él, incluyendo hasta niños.
Gloucester ha nacido muy listo,
pero contrahecho, lo que ha sido un constante sufrimiento para su amor propio;
supone que el poder real compensará en cierto modo su joroba y su pierna renga,
logrando así inspirar el respeto que no consigue por medio de su aspecto físico.
En el fondo, Gloucester quiere ser amado, se siente aislado por su malformación
y cree que el afecto puede imponerse a los demás... ¡a la fuerza, por medio del
poder! Fracasa, claro está: consigue el trono, pero no inspira a nadie cariño
sino horror y después odio. Y lo peor de todo es que él mismo, que había cometido
todos sus crímenes por amor propio desesperado, siente ahora horror y odio por
sí mismo: ¡no sólo no ha ganado ningún nuevo amigo, sino que ha perdido el
único amor que creía seguro! Es entonces cuando pronuncia el espantoso y
profético diagnóstico de su caso clínico: «Me lanzaré con negra desesperación
contra mi alma y acabaré convertido en enemigo de mí mismo. » ¿Por qué termina
Gloucester vuelto un «enemigo de sí mismo»? ¿Acaso no ha conseguido lo que
quería, el trono? Sí, pero al precio de estropear su verdadera posibilidad de
ser amado y respetado por el resto de sus compañeros humanos. Un trono no
concede automáticamente ni amor ni respeto verdadero: sólo garantiza adulación,
temor y servilismo. Sobre todo cuando se consigue por medio de fechorías, como
en el caso de Ricardo III. En vez de compensar de algún modo su deformación
física, Gloucester se deforma también por dentro. Ni de su joroba ni de su
cojera tenía él la culpa, por lo que no había razón para avergonzarse de esas casualidades
infortunadas: los que se rieran de él o le despreciaran por ellas son quienes
hubieran debido avergonzarse. Por fuera los demás le veían contrahecho, pero él
por dentro podía haberse sabido inteligente, generoso y digno de afecto; si se
hubiera amado de verdad a sí mismo, debería haber intentado exteriorizar por medio
de su conducta ese interior limpio y recto, su verdadero yo.
Por el contrario, sus crímenes le
convierten ante sus propios ojos (cuando se mira a sí mismo por dentro, allí
donde nadie más que él es testigo) en un monstruo más repugnante que cualquier contrahecho
físico. ¿Por qué? Porque de sus jorobas y cojeras morales es él mismo
responsable, a diferencia de las otras que eran azares de la naturaleza. La
corona manchada de traición y de sangre no le hace más amable, ni mucho menos:
ahora se sabe menos digno de amor que nunca y ni él mismo se quiere ya.
¿Llamaremos «egoísta» a alguien
que se hace tanta pupa a sí mismo? En el párrafo anterior he utilizado unas
palabras severas que quizá no se te hayan escapado (si se te han escapado, mala
suerte): palabras como «culpa» o «responsable». Suenan a lo que habitualmente
se relaciona con la conciencia, ¿no?, lo de Pepito Grillo y demás. No me ha
faltado más que mencionar el más «feo» de esos títulos: remordimiento. Sin duda
lo que amarga la existencia a Gloucester y no le deja disfrutar de su trono ni
de su poder son ante todo los remordimientos de su conciencia. Y ahora yo te pregunto:
¿sabes de dónde vienen los remordimientos? En algunos casos, me dirás, son
reflejos íntimos del miedo que sentimos ante el castigo que puede merecer -en
este mundo o en otro después de la muerte, si es que lo hay nuestro mal
comportamiento. Pero supongamos que Gloucester no tiene miedo a la venganza
justiciera de los hombres y no cree que haya ningún Dios dispuesto a condenarle
al fuego eterno por sus fechorías. Y, sin embargo, sigue desazonado por los
remordimientos... Fíjate: uno puede lamentar haber obrado mal aunque esté
razonablemente seguro de que nada ni nadie va a tomar represalias contra él. Y
es que, al actuar mal y darnos cuenta de ello, comprendemos que ya estamos
siendo castigados, que nos hemos estropeado a nosotros mismos -poco o mucho-
voluntariamente. No hay peor castigo que darse cuenta de que uno está
boicoteando con sus actos lo que en realidad quiere ser...
¿Que de dónde vienen los
remordimientos? Para mí está muy claro: de nuestra libertad. Si no fuésemos
libres, no podríamos sentirnos culpables (ni orgullosos, claro) de nada y
evitaríamos los remordimientos. Por eso cuando sabemos que hemos hecho algo vergonzoso
procuramos asegurar que no tuvimos otro remedio que obrar así, que no pudimos
elegir: «yo cumplí órdenes de mis superiores», «vi que todo el mundo hacía lo
mismo», «perdí la cabeza», «es más fuerte que yo», «no me di cuenta de lo que hacia»,
etcétera. Del mismo modo el niño pequeño, cuando se cae al suelo y se rompe el
tarro de mermelada que intentaba coger de lo alto de la estantería, grita
lloroso: «¡Yo no he sido!» Lo grita precisamente porque sabe que, ha sido él;
si no fuera así, ni se molestaría en decir nada y quizá hasta se riese y todo.
En cambio, si ha dibujado algo muy bonito en seguida proclamará: «¡Lo he hecho
yo solito, nadie me ha ayudado! »Del mismo modo, ya mayores, queremos siempre
ser libres para atribuirnos el mérito de lo que logramos pero preferimos
confesarnos «esclavos de las circunstancias» cuando nuestros actos no son
precisamente gloriosos.
Despachemos con viento fresco al
pelmazo de Pepito Grillo: la verdad es que me ha resultado siempre tan poco
simpático como aquel otro insecto detestable, la hormiga de la fábula que deja
a la locuela cigarra sin comida ni cobijo en invierno sólo para darle una lección,
la muy grosera. De lo que se trata es de tomarse en serio la libertad, o sea de
ser responsable. Y lo serio de la libertad es que tiene efectos indudables, que
no se pueden borrar a conveniencia una vez producidos. Soy libre de comerme o
no comerme el pastel que tengo delante; pero una vez que me lo he comido, ya no
soy libre de tenerlo delante o no. Te pongo otro ejemplo, éste de Aristóteles
(ya sabes, aquel viejo griego del barco en la tormenta): si tengo una piedra en
la mano, soy libre de conservarla o de tirarla, pero si la tiro a lo lejos ya
no puedo ordenarle que vuelva para seguir teniéndola en la mano. Y si con ella
le parto la crisma a alguien... pues tú me dirás. Lo serio de la libertad es que
cada acto libre que hago limita mis posibilidades al elegir y realizar una de ellas.
Y no vale la trampa de esperar a ver si el resultado es bueno o malo antes de
asumir si soy o no su responsable. .Quizá pueda engañar al observador de fuera,
como pretende el niño que dice «¡yo no he sido! », pero a mí mismo nunca me
puedo engañar del todo. Pregúntaselo a Gloucester... ¡o a Pinocho!
De modo que lo que llamamos
«remordimiento» no es más que el descontento que sentimos con nosotros mismos
cuando hemos empleado mal la libertad, es decir, cuando la hemos utilizado en contradicción
con lo que de veras queremos como seres humanos.
Y ser responsable es saberse
auténticamente libre, para bien y para mal: apechugar con las consecuencias de
lo que hemos hecho, enmendar lo malo que pueda enmendarse y aprovechar al
máximo lo bueno. A diferencia del niño malcriado y cobarde, el responsable siempre
está dispuesto a responder de sus actos: « ¡Sí, he sido yo! » El mundo que nos
rodea, si te fijas, está lleno de ofrecimiento para descargar al sujeto del
peso de su responsabilidad. La culpa de lo malo que sucede parece ser de las
circunstancias, de la sociedad en la que vivimos, del sistema capitalista, del
carácter que tengo (¡es que yo soy así), de que no me educaron bien (o me mimaron
demasiado), de los anuncios de la tele, de las tentaciones que se ofrecen en
los escaparates, de los ejemplos irresistibles y perniciosos... Acabo de usar
la palabra clave de estas justificaciones: irresistible. Todos los que quieren
dimitir de su responsabilidad creen en lo irresistible, aquello que avasalla
sin remedio, sea propaganda, droga, apetito, soborno, amenaza, forma de ser...
lo que salte. En cuanto aparece lo irresistible, izas!, deja uno de ser libre y
se convierte en marioneta a la que no se le deben pedir cuentas. Los
partidarios del autoritarismo creen firmemente en lo irresistible y sostienen
que es necesario prohibir todo lo que puede resultar avasallador: ¡una vez que
la policía haya acabado con todas las tentaciones, ya no habrá más delitos ni
pecados!
Tampoco habrá ya libertad, claro,
pero el que algo quiere, algo le cuesta... Además ¡qué gran alivio, saber que'
si todavía queda por ahí alguna tentación suelta la responsabilidad de lo que
pase es de quien no la prohibió a tiempo y no de quien cede a ella! ¿Y si yo te
dijera que lo «irresistible» no es más que una superstición, inventada por los
que le tienen miedo a la libertad? ¿Que todas las instituciones y teorías que
nos ofrecen disculpas para la responsabilidad no nos quieren ver más contentos
sino sabernos más esclavos? ¿Que quien espera a que todo en el mundo sea como
es debido para empezar a portarse él mismo como es debido ha nacido para
mentecato, para bribón o para las dos cosas, que también suele pasar? ¿Que por
muchas prohibiciones que se nos impongan y muchos policías que nos vigilen
siempre podremos obrar mal -es decir, contra nosotros mismos- si queremos? Pues
te lo digo, te lo digo con toda la convicción del mundo.
Un gran poeta y narrador
argentino, Jorge Luis Borges, hace al principio de uno de sus cuentos la
siguiente reflexión sobre cierto antepasado suyo: «Le tocaron, como a todos los
hombres, malos tiempos en que vivir.» En efecto, nadie ha vivido nunca en
tiempos completamente favorables, en los que resulte sencillo ser hombre y llevar
una buena vida. Siempre ha habido violencia, rapiña, cobardía, imbecilidad
(moral y de la otra), mentiras aceptadas como verdades porque son agradables de
oír... A nadie se le regala la buena vida humana ni nadie consigue lo
conveniente para él sin coraje y sin esfuerzo: por eso virtud deriva
etimológicamente de vir, la fuerza viril del guerrero que se impone en el
combate contra la mayoría. ¿Te parece un auténtico fastidio? Pues pide el libro
de reclamaciones... Lo único que puedo garantizarte es que nunca se ha vivido
en Jauja y que la decisión de vivir bien la tiene que tomar cada cual respecto
a sí mismo, día a día, sin esperar a que la estadística le sea favorable o el
resto del universo se lo pida por favor.
El meollo de la responsabilidad,
por si te interesa saberlo, no consiste simplemente en tener la gallardía o la
honradez de asumir las propias meteduras de pata sin buscar excusas a derecha e
izquierda. El tipo responsable es consciente de lo real de su libertad. Y
empleo «real» en el doble sentido de «auténtico» o «verdadero» pero también de
«propio de un rey»: el que toma decisiones sin que nadie por encima suyo le dé
órdenes.
Responsabilidad es saber que cada
uno de mis actos me va construyendo, me va definiendo, me va inventando. Al elegir
lo que quiero hacer voy transformándome poco a poco. Todas mis decisiones dejan
huella en mí mismo antes de dejarla en el mundo que me rodea. Y claro, una vez
empleada mi libertad en irme haciendo un rostro ya no puedo quejarme o
asustarme de lo que veo en el espejo cuando me miro... Si obro bien cada vez me
será más difícil obrar mal (y al revés, por desgracia): por eso lo ideal es ir cogiendo
el vicio... de vivir bien. Cuando al protagonista de la película del oeste le
dan la oportunidad de que dispare al villano por la espalda y él dice: «Yo no
puedo hacer eso», todos entendemos lo que quiere decir.
Disparar, lo que se dice
disparar, sí que podría, pero no tiene semejante costumbre. ¡Por algo es el
«bueno» de la historia! Quiere seguir siendo fiel al tipo que ha elegido ser,
al tipo que se ha fabricado libremente desde tiempo atrás.
Perdona si este capítulo me ha
salido demasiado largo pero es que me he entusiasmado un poco y además ¡tengo
tantas cosas que decirte! Lo dejaremos aquí y cogeremos fuerzas, porque mañana me
propongo hablarte de en qué consiste eso de tratar a las personas como a
personas, es decir con realismo o, si prefieres: con bondad.
Vete leyendo...
«¡Oh, cobarde conciencia, cómo me
afliges!... ¡La luz despide resplandores azulencos!... ¡Es la hora de la
medianoche mortal!...
¡Un sudor frío empapa mis
temblorosas carnes!... ¡Cómo! ¿Tengo miedo de mí mismo?... Aquí no hay nadie...
Ricardo ama a Ricardo ... Eso es; yo soy yo... ¿Hay aquí algún asesino?... No
... ¡Sí!... ¡Yo!... ¡Huyamos, pues!... ¡Cómo! ¿De mí mismo?... i Valiente razón!...
¿Por qué?... ¡Del miedo a la venganza! ¡Cómo! ¿De mí mismo contra mí mismo?
¡Ay! ¡Yo me amo! ¿Por qué causa? ¿Por el escaso bien que me he hecho a mí
mismo? ¡Oh, no! ¡Ay de mí!... ¡Más bien debería odiarme por las infames
acciones que he cometido! ¡Soy un miserable! Pero miento: eso no es verdad...
¡Loco, habla bien de ti! ¡Loco,
no te adules! ¡Mi conciencia tiene millares de lenguas, y cada lengua repite su
historia particular, y cada historia me condena como un miserable! ¡El
perjurio, el perjurio en el más alto grado! ¡El asesinato, el horrendo
asesinato hasta el más feroz extremo! Todos los crímenes diversos, todos cometidos
bajo todas las formas, acuden a acusarme, gritando todos: ¡Culpable!
¡Culpable!... ¡Me desesperaré! ¡No hay criatura humana que me ame! ¡Y si muero,
ningún alma tendrá piedad de mí!... ¿Y por qué había de tenerla? ¡Si yo mismo
no he tenido piedad de mí!» (William Shakespeare, La tragedia de Ricardo III).
«" No hagas a los otros lo
que no quieras que te hagan a ti" es uno de los principios más
fundamentales de la ética. Pero es igualmente justificado afirmar: todo lo que
hagas a otros te lo haces también a ti mismo» (Erich Fromm, Ética y
psicoanálisis).
«Todos, cuando favorecen a otros,
se favorecen a sí mismos; y no me refiero al hecho de que el socorrido querrá
socorrer y el defendido proteger, o que el buen ejemplo retorna, describiendo
un círculo, hacia el que lo da -como los malos ejemplos recaen sobre sus
autores, y ninguna piedad alcanza a aquellos que padecen injurias después de
haber demostrado con sus actos que podían hacerse-, sino a que el valor de toda
virtud radica en ella misma, ya que no se practica en orden al premio: la
recompensa de la acción virtuosa es haberla realizado» (Séneca, Cartas a
Lucilio).
CUESTIONARIO
1.
Realice un resumen del capítulo.
2.
Diga una opinión de los tipos de imbéciles que
plantea el texto.
3.
¿En que consiste esa conciencia que nos curará
de la invencibilidad moral?
4.
Según el texto que es ser egoísta.
5.
Que aprendizaje sacas de la historia de
Gloucester, explíquelo.
6.
¿De dónde vienen los remordimientos?
7.
¿Qué te dice el escrito de José Luis Borges?