TALLER 1
PRÓLOGO
Ética para Amador,
A veces, Amador, tengo ganas
de contarte muchas cosas. Me las aguanto, estáte tranquilo, porque bastantes
rollos debo pegarte ya en mi oficio de padre como para añadir otros
suplementarios disfrazado de filósofo. Comprendo que la paciencia de los hijos
también tiene un límite. Además, no quiero que me pase lo que a un amigo mío
gallego que cierto día contemplaba pacíficamente el mar con su chaval de cinco
años. El mocoso le dijo, en tono soñador: «Papi, me gustaría que saliéramos
mamá, tú y yo a dar un paseo en una barquita, por el mar.» A mi sentimental
amigo se le hizo un nudo en la garganta, justo encima del de la corbata: «¡Desde
luego, hijo mío, vamos cuando quieras!» «Y cuando estemos muy adentro -siguió
fantaseando la tierna criatura- os tiraré a los dos al agua para que os
ahoguéis.» Del corazón partido del padre brotó un berrido de dolor: «¡Pero,
hijo mío ...!» «Claro, papi. ¿Es que no sabes que los papás nos dais mucho la
lata?» Fin de la lección primera.
Si hasta un crío de cinco años
puede darse cuenta de eso, me figuro que un gamberro de más de quince como tú
lo tendrá ya requetesabido. De modo que no es mi intención proporcionarte más
motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas. Por
otro lado, siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser «el
mejor amigo de sus hijos». Los chicos debéis tener amigos de vuestra edad:
amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el
mejor de los casos llevarse razonablemente bien, lo cual es ya bastante. Pero
llevarse razonablemente bien con un adulto incluye, a veces, tener ganas de
ahogarle. De otro modo no vale. Si yo tuviera quince años, lo que ya no es
probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado
«simpáticos», de todos los que parece como si quisieran ser más jóvenes que yo
y de todos los que me diesen por sistema la razón. Ya sabes, los que siempre
están con que «los jóvenes sois cojonudos», «me siento tan joven como vosotros»
y chorradas por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta zalamería. Un
padre o un profesor como es debido tienen que ser algo cargantes o no sirven
para nada. Para joven ya estás tú.
De modo que se me ha ocurrido
escribirte algunas de esas cosas que a ratos quise contarte y no supe o no me
atreví. A un padre soltando el rollo filosófico hay que estarle mirando a la
jeta, mientras se pone cara de cierto interés y se sueña con el liberador
momento de correr a ver la tele. Pero un libro lo puedes leer cuando quieras, a
ratos perdidos y sin necesidad de dar ninguna muestra de respeto: al pasar las
páginas bostezas o te ríes si te apetece, con toda libertad. Como la mayor
parte de lo que voy a decirte tiene mucho que ver precisamente con la libertad,
es más propio para ser leído que para ser escuchado en sermón. Eso sí, tendrás
que prestarme un poco de atención (aproximadamente la mitad de la que dedicas a
aprender un nuevo juego de ordenador) y tener algo de paciencia, sobre todo en
los primeros capítulos. Aunque comprendo que es poner las cosas bastante más
difíciles, no he querido ahorrarte el esfuerzo de pensar paso a paso ni
tratarte como si fueses idiota. Soy de la opinión, que no sé si compartirás, de
que cuando se trata a alguien como si fuese idiota es muy probable que si no lo
es llegue pronto a serlo...
¿De qué me propongo hablarte?
De mi vida y de la tuya, nada más ni nada menos. 0 si prefieres: de lo que yo
hago y de lo que tú estás empezando a hacer. En cuanto a lo primero, a lo que
hago, quisiera contestarte por fin a una pregunta que me planteaste a bocajarro
hace muchos años -ya ni te acordarás- y que en su día quedó sin respuesta.
Debías tener unos seis años y pasábamos el verano en Torrelodones. Esa tarde,
como las otras, yo estaba tecleando con desgana en mi Olivetti portátil,
encerrado en mi cuarto, ante una foto de la cola de una gran ballena, erguida y
chorreante sobre el mar azul. Os oía jugar a ti y a tus primos en la piscina;
os veía correr por el jardín. Perdona la cursilada confidencial: me sentía
pringoso de sudor y de felicidad. De pronto te llegaste hasta la ventana
abierta y me dijiste: «Hola. ¿Qué estás maquinando?» Contesté cualquier bobada
porque no era el caso de empezar a explicarte que intentaba escribir un libro
de ética. Ni a ti te interesaba lo que pudiera ser la ética ni estabas
dispuesto a prestarme atención durante mucho más de tres minutos. Quizá sólo
querías que supiese que estabas ahí: ¡como si yo pudiera olvidarlo alguna vez,
entonces o ahora! Pero ya te llamaban los otros y te fuiste corriendo. Yo seguí
maquinando dale que te pego y es ahora, casi diez años más tarde, cuando me
decido por fin a darte explicaciones sobre esa cosa rara, la ética, de la que
me sigo ocupando.
Un par de años más tarde y
también en nuestro miniparaíso de Torrelodones, me contaste un sueño que habías
tenido. ¿A que tampoco te acuerdas? Estabas en un campo muy oscuro, como de
noche, y soplaba un viento terrible. Te agarrabas a los árboles, a las piedras,
pero el huracán te arrastraba sin remedio, igual que a la niña de El mago de
Oz. Cuando ibas zarandeado por el aire, hacia lo desconocido, oíste mi voz («yo
no te veía, pero sabía que eras tú», precisaste) diciendo: « ¡Ten confianza!
¡Ten confianza! » No sabes el regalo que me hiciste contándome esa rara
pesadilla: ni en mil años que viva podría pagarte el orgullo de aquella tarde
en que supe que mi voz podía darte ánimos. Pues bueno, todo lo que voy a
decirte en las páginas siguientes no son más que repeticiones de ese único
consejo una y otra vez: ten confianza. No en mí, claro, ni en ningún sabio
aunque sea de los de verdad, ni en alcaldes, curas ni policías. No en dioses ni
diablos, ni en máquinas, ni en banderas. Ten confianza en ti mismo. En la
inteligencia que te permitirá ser mejor de lo que ya eres y en el instinto de
tu amor, que te abrirá a merecer la buena compañía. Ya ves que esto no es una
novela de misterio, de esas que hay que leer hasta la última página para saber
quién es el criminal. Tengo tanta prisa que empiezo por descubrirte en el
prólogo la última lección.
Quizá sospeches que estoy
tratando de comerte el coco y en cierto sentido no vas desencaminado. Verás,
muchos pueblos antropófagos abren -o abrían- el cráneo de sus enemigos para
comer parte de su cerebro, en un intento de apropiarse así de su sabiduría, de
sus mitos y de su coraje. En este libro te estoy dando a comer algo de mi
propio coco y también aprovecho para comerte un poco el tuyo. No sé si sacarás
mucha pitanza de mis sesos: quizá sólo unos bocados de la experiencia de un
príncipe que no todo lo aprendió en los libros. Por mi parte, quiero apropiarme
a mordiscos de una buena porción del tesoro que te sobra: juventud intacta. Que
nos aproveche a ambos.
TALLER
1. Realice un resumen en el cuaderno.