TALLER 8
CAPÍTULO SÉPTIMO
PONTE EN
SU LUGAR
Robinson Crusoe pasea por una de las playas de la isla en
la que una inoportuna tormenta con su correspondiente naufragio le ha
confinado. Lleva su loro al hombro y se protege del sol gracias a la sombrilla
fabricada con hojas de palmera que le tiene justificadamente orgulloso de su
habilidad. Piensa que, dadas las circunstancias, no puede decirse que se las haya
arreglado del todo mal. Ahora tiene un refugio en el que guarecerse de las inclemencias
del tiempo y del asalto de las fieras, sabe dónde conseguir alimento y bebida, tiene
vestidos que le abriguen y que él mismo se ha hecho con elementos naturales de
la isla, los dóciles servicios de un rebañito de cabras, etc. En fin, que sabe cómo
arreglárselas para llevar más o menos su buena vida de náufrago solitario.
Sigue paseando Robinson y está tan contento de sí mismo que por un momento le
parece que no echa nada de menos. De pronto, se detiene con sobresalto. Allí,
en la arena blanca, se dibuja una marca que va a revolucionar toda su pacífica
existencia: la huella de un pie humano.
¿De quién será? ¿Amigo o enemigo? ¿Quizá un enemigo al
que puede convertir en amigo? ¿Hombre o mujer? ¿Cómo se entenderá con él o
ella? ¿Qué trato le dará? Robinson está ya acostumbrado a hacerse preguntas
desde que llegó a la isla y a resolver los problemas del modo más ingenioso
posible: ¿qué comeré?, ¿dónde me refugiaré?, ¿cómo me protegeré del sol? Pero
ahora la situación no es igual porque ya no tiene que vérselas con acontecimientos
naturales, como el hambre o la lluvia, ni con fieras salvajes, sino con otro ser
humano: es decir, con otro Robinson o con otros Robinsones y Robinsonas. Ante
los elementos o las bestias, Robinson ha podido comportarse sin atender a nada
más que a su necesidad de supervivencia. Se trataba de ver si podía con ellos o
ellos podían con él, sin otras complicaciones. Pero ante seres humanos la cosa
ya no es tan simple. Debe sobrevivir, desde luego, pero ya no de cualquier
modo. Si Robinson se ha convertido en una fiera como las demás que rondan por
la selva, a causa de su soledad y su desventura, no se preocupará más que de si
el desconocido causante de la huella es un enemigo a eliminar o una presa a devorar.
Pero si aún quiere seguir siendo un hombre... Entonces se las va a ver no ya
con una presa o un simple enemigo, sino con un rival 0 un posible compañero; en
cualquier caso, con un semejante.
Mientras está solo, Robinson se enfrenta a cuestiones
técnicas, mecánicas, higiénicas, incluso científicas, si me apuras. De lo que
se trata es de salvar la vida en un medio hostil y desconocido. Pero cuando
encuentra la huella de viernes en la arena de la playa empiezan sus problemas
éticos. Ya no se trata solamente de sobrevivir, como una fiera o como una alcachofa,
perdido en la naturaleza; ahora tiene que empezar a vivir humanamente, es
decir, con otros o contra otros hombres, pero entre hombres. Lo que hace
«humana» a la vida es el transcurrir en compañía de humanos, hablando con
ellos, pactando y mintiendo, siendo respetado o traicionado, amando, haciendo
proyectos y recordando el pasado, desafiándose, organizando juntos las cosas
comunes, jugando, intercambiando símbolos... La ética no se ocupa de cómo
alimentarse mejor o de cuál es la manera más recomendable de protegerse del
frío ni de qué hay que hacer para vadear un río sin ahogarse, cuestiones todas
ellas sin duda muy importantes para sobrevivir en determinadas circunstancias; lo
que a la ética le interesa, lo que constituye su especialidad, es cómo vivir
bien la vida humana, la vida que transcurre entre humanos. Si uno no sabe cómo
arreglárselas para sobrevivir en los peligros naturales, pierde la vida, lo
cual sin duda es un fastidio grande; pero si uno no tiene ni idea de ética, lo
que pierde o malgasta es lo humano de su vida y eso, francamente, tampoco tiene
ninguna gracia.
Antes te dije que la huella en la arena anunció a
Robinson la proximidad comprometedora de un semejante. Pero vamos a ver, ¿hasta
qué punto era Viernes semejante a Robinson? Por un lado, un europeo del siglo
XVII, poseedor de los conocimientos científicos más avanzados de su época,
educado en la religión cristiana, familiarizado con los mitos homéricos y con
la imprenta; por otro, un salvaje caníbal de los mares del Sur, sin más cultura
que la tradición oral de su tribu, creyente en una religión politeísta y
desconocedor de la existencia de las grandes ciudades contemporáneas como
Londres o Amsterdam. Todo era diferente del uno al otro: color de la piel,
aficiones culinarias, entretenimientos... Seguro que por las noches ni siquiera
sus sueños tenían nada en común. Y sin embargo, pese a tantas diferencias,
también había entre ellos rasgos fundamentalmente parecidos, semejanzas esenciales
que Robinson no compartía con ninguna fiera ni con ningún árbol o manantial de la
isla. Para empezar, ambos hablaban, aunque fuese en lenguas muy distintas. El
mundo estaba hecho para ellos de símbolos y de relaciones entre símbolos, no de
puras cosas sin nombre. Y tanto Robinson como Viernes eran capaces de valorar
los comportamientos, de saber que uno puede hacer ciertas cosas que están
«bien» y otras que son por el contrario «malas». A primera vista, lo que ambos
consideraban «bueno» y «malo» no era ni mucho menos igual, porque sus
valoraciones concretas provenían de culturas muy lejanas: el canibalismo, sin
ir más lejos, era una costumbre razonable y aceptada para Viernes, mientras ue
a Robinson -como a ti, supongo, por tragaldabas que seas- le merecía el más
profundo de os horrores. Y a pesar de ello los dos coincidían en suponer que
hay criterios destinados a justificar qué es aceptable y qué es horroroso.
Aunque tuvieran posiciones muy distintas desde las que discutir, podían llegar
a discutir y comprender de qué estaban discutiendo. Ya es bastante más de lo
que se suele hacer con un tiburón o con una avalancha de rocas, ¿no?
Todo eso está muy bien, me dirás, pero lo cierto es que
por muy semejantes que sean los hombres no está claro de antemano cuál sea la
mejor manera de comportarse respecto a ellos. Si la huella en -la arena que
encuentra Robinson pertenece a un miembro de la tribu de caníbales que pretende
comérselo estofado, su actitud ante el desconocido no deberá ser la misma que
si se trata del grumete del barco que viene por fin a rescatarle. Precisamente porque
los otros hombres se me parecen mucho pueden resultarme más peligrosos que cualquier
animal feroz o que un terremoto. No hay peor enemigo que un enemigo inteligente,
capaz de hacer planes minuciosos, de tender trampas o de engañarme de mil maneras.
Quizá entonces lo mejor sea tomarles la delantera y ser uno el primero en
tratarles, por medio de violencia o emboscadas, como si ya fuesen efectivamente
esos enemigos que pudieran llegar a ser... Sin embargo, esta actitud no es tan
prudente como parece a primera vista: al comportarme ante mis semejantes como
enemigo, aumento sin duda las posibilidades de que ellos se conviertan sin
remedio en enemigos míos también; y además pierdo la ocasión de ganarme su
amistad o de conservarla si en principio estuviesen dispuestos a ofrecérmela.
Mira este otro comportamiento posible ante nuestros
peligrosos semejantes. Marco Aurelio fue emperador de Roma y además filósofo,
lo cual es bastante raro porque los gobernantes suelen interesarse poco por las
cuestiones que no sean indiscutiblemente prácticas. A este emperador le gustaba
anotar algo así como unas conversaciones que tenía consigo mismo, dándose
consejos o hasta pegándose broncas. Frecuentemente apuntaba cosas de este jaez
(acudo a la memoria, no al libro, de modo que no te lo tomes al pie de la letra):
«Al levantarte hoy, piensa que a lo largo del día te encontrarás con algún
mentiroso, con algún ladrón, con algún adúltero, con algún asesino. Y recuerda
que has de tratarles como a hombres, porque son tan humanos como tú y por tanto
te resultan tan imprescindibles como la mandíbula inferior lo es para la
superior.» Para Marco Aurelio, lo más importante respecto a los hombres no es
si su conducta me parece conveniente o no, sino que -en cuanto humanos- me
convienen y eso nunca debo olvidarlo al tratar con ellos. Por malos que sean,
su humanidad coincide con la mía y la refuerza. Sin ellos, yo podría quizá vivir,
pero no vivir humanamente. Aunque tenga algún diente postizo y dos o tres con
caries, siempre es más conveniente a la hora de comer contar con una mandíbula
inferior que ayude a la superior...
Y es que esa misma semejanza en la inteligencia, en la
capacidad de cálculo y proyecto, en las pasiones y los miedos, eso mismo que
hace tan peligrosos a los hombres para mí cuando quieren serlo, los hace
también supremamente útiles. Cuando un ser humano me viene bien, nada puede
venirme mejor. A ver, ¿qué conoces tú que sea mejor que ser amado? Cuando
alguien quiere dinero, o poder, o prestigio... ¿acaso no apetece esas riquezas
para poder comprar la mitad de lo que cuando uno es amado recibe gratis? Y ¿quién
me puede amar de verdad sino otro ser como yo, que funcione igual que yo, que
me quiera en tanto que humano... y a pesar de ello? Ningún bicho, por cariñoso
que sea, puede darme tanto como otro ser humano, incluso aunque sea un ser
humano algo antipático. Es muy cierto que a los hombres debo tratarlos con
cuidado, por si acaso. Pero ese «cuidado» no puede consistir ante todo en
recelo o malicia, sino en el miramiento que se tiene al manejar las cosas
frágiles, las cosas más frágiles de todas... porque no son simples cosas. Ya que
el vínculo de respeto y amistad con los otros humanos es lo más precioso del
mundo para mí, que también lo soy, cuando me las vea con ellos debo tener
principal interés en resguardarlo y hasta mimarlo, si me apuras un poco. Y ni
siquiera a la hora de salvar el pellejo es aconsejable que olvide por completo
esta prioridad.
Marco Aurelio, que era emperador y filósofo, pero no
imbécil, sabía muy bien lo que tú también sabes: que hay gente que roba, que
miente y que mata. Naturalmente, no suponía que por aquello de llevarse bien
con el prójimo hay que favorecer semejantes conductas. Pero tenía bastante
claras dos cosas que me parecen muy importantes:
primera: que quien roba, miente, traiciona, viola, mata o
abusa de cualquier modo de uno no por ello deja de ser humano. Aquí el lenguaje
es engañoso, porque al acuñar el título de infamia («ése es un ladrón»,
«aquélla una mentirosa», «tal otro un criminal») nos hace olvidar un poco que
se trata siempre de seres humanos que, sin dejar de serlo, se comportan de
manera poco recomendable. Y quien «ha llegado» a ser algo detestable, como
sigue siendo humano aún puede volver a transformarse de nuevo en lo más
conveniente para nosotros, lo más imprescindible...
Segunda: Una de las características principales de todos
los humanos es nuestra capacidad de imitación. La mayor parte de nuestro
comportamiento y de nuestros gustos la copiamos de los demás. Por eso somos tan
educables y vamos aprendiendo sin cesar los logros que conquistaron otras
personas en tiempos pasados o latitudes remotas. En todo lo que llamamos
«civilización», «cultura», etc., hay un poco de invención y muchísimo de
imitación. Si no fuésemos tan copiones, constantemente cada hombre debería
empezarlo todo desde cero. Por eso es tan importante el ejemplo que damos a
nuestros congéneres sociales: es casi seguro que en la mayoría de los casos nos
tratarán tal como se vean tratados. Si repartimos a troche y moche enemistad,
aunque sea disimuladamente, no es probable que recibamos a cambio cosa mejor
que más enemistad. Ya sé que por muy buen ejemplo que llegue a dar uno, los
demás siempre tienen a la vista demasiados malos ejemplos que imitar. ¿Para qué
molestarse, pues, y renunciar a las ventajas inmediatas que sacan a menudo los
canallas? Marco Aurelio te contestaría: «¿Te parece prudente aumentar el ya
crecido número de los malos, de los que poco realmente positivo puedes esperar,
y desanimar a la minoría de los mejores, que en cambio tanto pueden hacer por
tu buena vida? ¿No es más lógico sembrar lo que intentas cosechar en lugar de
lo opuesto, aun a sabiendas de que la cizaña puede estropear tu cosecha?
¿Prefieres portarte voluntariamente al modo de tanto loco como hay suelto, en
lugar de defender y mostrar las ventajas de la cordura?»
Pero estudiemos un poco más de cerca lo que hacen esos
que llamamos «malos». es decir, los que tratan a los demás humanos como a
enemigos en lugar de procurar su amistad. Seguro que recuerdas la película
Frankenstein, interpretada por ese entrañable monstruo de monstruos que fue
Boris Karloff. Intentamos verla juntos en la tele cuando eras bastante pequeñajo
y tuve que apagar porque, según me dijiste con elegante franqueza, «me parece que
empieza a darme demasiado miedo». Bueno, pues en la novela de Mary W. Shelley
en la que se basa la película, la criatura hecha de remiendos de cadáveres hace
esta confesión a su ya arrepentido inventor: «Soy malo porque soy desgraciado.»
Tengo la impresión de que la mayoría de los supuestos «malos» que corren por el
mundo podrían decir lo mismo cuando fuesen sinceros. Si se comportan de manera
hostil y despiadada con sus semejantes es porque sienten miedo, o soledad, o
porque carecen de cosas necesarias que otros muchos poseen: desgracias, como
verás. 0 porque padecen la mayor desgracia de todas, la de verse tratados por
la mayoría sin amor ni respeto, tal como le ocurría a la pobre criatura del
doctor Frankenstein, a la que sólo un ciego y una niña quisieron mostrar
amistad. No conozco gente que sea mala de Puro feliz ni que martirice al
prójimo como señal de alegría. Todo lo más, hay bastantes que para estar
contentos necesitan no enterarse de los padecimientos que abundan a su
alrededor y de algunos de los cuales son Cómplices. Pero la ignorancia, aunque
esté satisfecha de sí misma, también es una forma de
desgracia...
Ahora bien: si cuanto más feliz y alegre se siente
alguien menos ganas tendrá de ser malo, ¿no será cosa prudente intentar
fomentar todo lo posible la felicidad de los demás en lugar de hacerles
desgraciados y por tanto propensos al mal? El que colabora en la desdicha ajena
o no hace nada para ponerle remedio... se la está buscando. ¡Que no se queje
luego de que haya tantos malos sueltos! A corto plazo, tratar a los semejantes
como enemigos (o como víctimas) puede parecer ventajoso. El mundo está lleno de
«pillines» o de descarados canallas que se consideran sumamente astutos cuando
sacan provecho de la buena intención de los demás y hasta de sus desventuras.
Francamente, no me parecen tan «listos» como ellos se halagan en creer. La
mayor ventaja que podemos obtener de nuestros semejantes no es la posesión de
más cosas (o el dominio sobre más personas tratadas como cosas, como instrumentos)
sino la complicidad y afecto de más seres libres. Es decir, la ampliación y
refuerzo de mi humanidad. «Y eso ¿para qué sirve?», preguntará el pillo,
creyendo alcanzar el colmo de la astucia. A lo que tú puedes responderle: «No
sirve para nada de lo que tú piensas. Sólo los siervos sirven y aquí ya te he
dicho que estamos hablando de seres libres.» El problema del canalla es que no
sabe que la libertad no sirve ni gusta de ser servida, sino que busca contagiarse.
Tiene mentalidad de esclavo, el pobrecillo... ¡por muy «rico» en cosas que se considere
a sí mismo!
Y suspira luego el canalla, ahora ya tembloroso y
reducido a simple pillín: «Si yo no me aprovecho de los otros, ¡seguro que son
los otros los que se aprovechan de mí!» Es una cuestión de ratones-esclavos y
leones-libres, con las debidas reverencias para ambas especies zoológicas de mi
mayor consideración. Diferencia número uno entre el que ha nacido para ratón y
el que ha nacido para león: el ratón pregunta «¿qué me pasará?» y el león «¿qué
haré?». Número dos: el ratón quiere obligar a los demás a que le quieran para
así ser capaz de quererse a sí mismo y el león se quiere a sí mismo por lo que
es capaz de querer a los demás. Número tres: el ratón está dispuesto a hacer lo
que sea contra los demás para prevenir lo que los demás pueden hacer contra él,
mientras que el león considera que hace a favor de sí mismo todo lo que hace a
favor de los demás. Ser ratón o ser león: ¡he aquí la cuestión! Para el león
está bastante claro - «tenebrosamente claro», como diría el poeta Antonio
Machado- que el primer perjudicado cuando intento perjudicar a mi semejante soy
precisamente yo mismo... y en lo que tengo de más valioso, de menos servil.
Llegamos por fin al momento de intentar responder a una
pregunta cuya contestación directa (indirectamente y con rodeos hace bastantes
páginas que no hablamos de otra cosa) hemos aplazado ya demasiado tiempo: ¿en
qué consiste tratar a las personas como a personas, es decir, humanamente?
Respuesta: consiste en que intentes ponerte en su lugar. Reconocer a alguien
como semejante implica sobre todo la posibilidad de comprenderle desde dentro,
de adoptar por un momento su propio punto de vista. Es algo que sólo de una
manera muy novelesca y dudosa puedo pretender con un murciélago o con un
geranio, pero que en cambio se impone con los seres capaces de manejar símbolos
como yo mismo. A fin de cuentas, siempre que hablamos con alguien lo que
hacemos es establecer un terreno en el que quien ahora es «yo» sabe que se
convertirá en «tú» y viceversa. Si no admitiésemos que existe algo
fundamentalmente igual entre nosotros (la posibilidad de ser para otro lo que
otro es para mí) no podríamos cruzar ni palabra. Allí donde hay cruce, hay
también reconocimiento de que en cierto modo pertenecemos a lo de enfrente y lo
de enfrente nos pertenece... Y eso, aunque yo sea joven y el otro viejo, aunque
yo sea hombre y la otra mujer, aunque yo sea blanco y el otro negro, aunque yo
sea tonto y el otro listo, aunque yo esté sano y el otro enfermo, aunque yo sea
rico y el otro pobre. «Soy humano -dijo un antiguo poeta latino- y nada de lo
que es humano puede parecerme ajeno.» Es decir: tener conciencia de mi humanidad
consiste en darme cuenta de que, pese a todas las muy reales diferencias entre
los individuos, estoy también en cierto modo dentro de cada uno de mis
semejantes. Para empezar, como palabra...
Y no sólo para poder hablar con ellos, claro está.
Ponerse en el lugar de otro es algo más que el comienzo de toda comunicación
simbólica con él: se trata de tomar en cuenta sus derechos. Y cuando los
derechos faltan, hay que comprender sus razones. Pues eso es algo a lo que todo
hombre tiene derecho frente a los demás hombres, aunque sea el peor de todos: tiene
derecho -derecho humano- a que alguien intente ponerse en su lugar y comprender
lo que hace y lo que siente. Aunque sea para condenarle en nombre de leyes que
toda sociedad debe admitir. En una palabra, ponerte en el lugar de otro es
tomarle en serio, considerarle tan plenamente real como a ti mismo. ¿Recuerdas
a nuestro viejo amigo el ciudadano Kane? ¿O a Gloucester? Se tomaron tan en
serio a sí mismos, tuvieron tan en cuenta sus deseos y ambiciones, que actuaron
como si los demás no fuesen de verdad, como si fuesen simples muñecos o fantasmas:
los aprovechaban cuando les venía bien su colaboración, los desechaban o
mataban si ya no les resultaban utilizables. No hicieron el mínimo esfuerzo por
ponerse en su lugar, por relativizar su interés propio para tomar en cuenta
también el interés ajeno. Ya sabes cómo les fue.
No te estoy diciendo que haya nada malo en que tengas tus
propios intereses, ni tampoco que debas renunciar a ellos siempre para dar
prioridad a los de tu vecino. Los tuyos, desde luego, son tan respetables como
los suyos y lo demás son cuentos. Pero fíjate en la palabra misma «interés»:
viene del latín inter esse, lo que está entre varios, lo que pone en relación a
varios. Cuando hablo de «relativizar» tu interés quiero decir que ese interés
no es algo tuyo exclusivamente, como si vivieras solo en un mundo de fantasmas,
sino que te pone en contacto con otras realidades tan «de verdad» como tú
mismo. De modo que todos los intereses que puedas tener son relativos (según
otros intereses, según las circunstancias, según leyes y costumbres de la
sociedad en que vives) salvo un interés, el único interés absoluto: el interés
de ser humano entre los humanos, de dar y recibir el trato de humanidad sin el
que no puede haber «buena vida». Por mucho que pueda interesarte algo, si miras
bien nada puede ser tan interesante para ti como la capacidad de ponerte en el
lugar de aquellos con los que tu interés te relaciona. Y al ponerte en su lugar
no sólo debes ser capaz de atender a sus razones, sino también de participar de
algún modo en sus pasiones y sentimientos, en sus dolores, anhelos y gozos. Se
trata de sentir simpatía por el otro (o si prefieres compasión, pues ambas
voces tienen etimologías semejantes, la una derivando del griego y la otra del
latín), es decir ser capaz de experimentar en cierta manera al unísono con el
otro, no dejarle del todo solo ni en su pensar ni en su querer. Reconocer que
estamos hechos de la misma pasta, a la vez idea, pasión y carne. 0 como lo dijo
más bella y profundamente Shakespeare: todos los humanos estamos hechos de la
sustancia con la que se trenzan los sueños. Que se note que nos damos cuenta de
ese parentesco.
Tomarte al otro en serio, es decir, ser capaz de ponerte
en su lugar para aceptar prácticamente que es tan real como tú mismo, no
significa que siempre debas darle la razón en lo que reclama o en lo que hace.
Ni tampoco que, como le tienes por tan real como tú mismo y semejante a ti,
debas, comportarte como si fueseis idénticos. El dramaturgo y humorista Bernard
Shaw solía decir: «No siempre hagas a los demás lo que desees que te hagan a
ti: ellos pueden tener gustos diferentes.» Sin duda los hombres somos
semejantes, sin duda sería estupendo que llegásemos a ser iguales (en cuanto a
oportunidades al nacer y luego ante las leyes), pero desde luego no somos ni
tenemos por qué empeñarnos en ser idénticos. ¡Menudo aburrimiento y menuda
tortura generalizada! Ponerte en el lugar del otro es hacer un esfuerzo de
objetividad por ver las cosas como él las ve, no echar al otro y ocupar tú su
sitio... O sea que él debe seguir siendo él y tú tienes que seguir siendo tú.
El primero de los derechos humanos es el derecho a no ser fotocopia de nuestros
vecinos, a ser más o menos raros. Y no hay derecho a obligar a otro a que deje
de ser «raro» por su bien, salvo que su «rareza» consista en hacer daño al
prójimo directa y claramente...
Acabo de emplear la palabra «derecho» y me parece que ya
la he utilizado un poco antes. ¿Sabes por qué? Porque gran parte del difícil
arte de ponerse en el lugar del prójimo tiene ¿que ver con eso que desde muy
antiguo se llama justicia. Pero aquí no sólo me refiero a lo que la justicia
tiene de institución pública (es decir, leyes establecidas, jueces, abogados,
etc.), sino a la virtud de la justicia, o sea: a la habilidad y el esfuerzo que
debemos hacer cada uno –si querernos vivir bien- por entender lo que nuestros
semejantes pueden esperar de nosotros. Las leyes y los jueces intentan
determinar obligatoriamente lo mínimo que las personas tienen derecho a exigir
de aquellos con quienes conviven en sociedad, pero se trata de un mínimo y nada
más. Muchas veces por muy legal que sea, por mucho que se respeten los códigos
y nadie pueda ponernos multas o llevarnos a la cárcel, nuestro comportamiento sigue
siendo en el fondo injusto. Toda ley escrita no es más que una abreviatura, una
simplificación -a menudo imperfecta- de lo que tu semejante puede esperar
concretamente de ti, no del Estado o de sus jueces. La vida es demasiado
compleja y sutil, las personas somos demasiado distintas, las situaciones son
demasiado variadas, a menudo demasiado íntimas, como para que todo quepa en los
libros de jurisprudencia. Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar,
también es cierto que nadie puede ser justo por ti si tú no te das cuenta de
que debes serlo para vivir bien. Para entender del todo lo que el otro puede esperar
de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque
también es humano... y ese pequeño pero importantísimo amor ninguna ley
instituida puede imponerlo. Quien vive bien debe ser capaz de una justicia
simpática, o de una compasión justa. ¡Vaya, me ha salido otro capítulo
larguísimo! Pero tengo la excusa de que éste es el capítulo más importante de
todos. Lo fundamental de la ética de la que quiero hablarte he intentado
decirlo en estas últimas páginas. Me atrevería a pedirte que, si no estás
demasiado harto, lo leyeras otra vez antes de pasar más adelante. Aunque si no
lo haces porque estás algo cansado... ¡bueno, me pongo en tu lugar!
Vete leyendo...
«Un día, cerca del mediodía, cuando iba a visitar mi
canoa, me sorprendió de una manera extraña el descubrir sobre la arena la
reciente huella de un pie descalzo. Me paré de repente, como herido por un rayo
o como si hubiese visto alguna aparición. Escuché, dirigí la vista alrededor
mía, pero nada vi, no oí nada...» (Daniel Defoe, Aventuras de Robinson Crusoe).
«
«Toda vida verdadera es encuentro» (Martin Buber, Yo y
tú).
«Unido
con sus semejantes por el más fuerte de todos los vínculos, el de un destino común,
el hombre libre encuentra que siempre lo acompaña una nueva visión que proyecta
sobre toda tarea cotidiana la luz del amor. La vida del hombre es una larga
marcha a través de la noche, rodeado de enemigos invisibles, torturado por el
cansancio y el dolor, hacia una meta que pocos pueden esperar alcanzar, y donde
nadie puede detenerse mucho tiempo. Uno tras otro, a medida que avanzan,
nuestros camaradas se alejan de nuestra vista, atrapados por las órdenes
silenciosas de la muerte omnipotente. Muy breve es el lapso durante el cual
podemos ayudarlos, en el que se decide su felicidad o su miseria. ¡Ojalá nos corresponda
derramar luz solar en su senda, iluminar sus penas con el bálsamo de la simpatía,
darles la pura alegría de un afecto que nunca se cansa, fortalecer su ánimo desfalleciente,
inspirarles fe en horas de desesperanza» (Bertrand Russell, Misticismo y
lógica).
«Nunca hubo adepto de la virtud y enemigo del placer tan
triste y tan rígido como para predicar las vigilias, los trabajos y las
austeridades sin ordenar, al mismo tiempo, dedicarse con todas sus fuerzas a
aliviar la pobreza y la miseria de los otros. Todos estiman que incluso hay que
glorificar, con el título de humanidad, el hecho de que el hombre es para el
hombre salvación y consuelo, puesto que es esencialmente "humano" -y
ninguna virtud es tan propia del hombre como ésta- suavizar lo más posible las
penas de los otros, hacer desaparecer la tristeza, devolver la alegría de
vivir, es decir: el placer» (Tomás Moro, Utopía).
CUESTIONARIO
1. Realiza un resumen.
2. ¿Por qué, según Savater, la vida humana solo puede ser
plenamente vivida en compañía de otros humanos?
3. ¿Qué diferencia hay entre sobrevivir y vivir humanamente,
y cómo se relaciona esto con la historia de Robinson Crusoe que menciona el
autor?
4. ¿En qué consiste tratar a las personas
"humanamente" o "como personas"?
5. ¿Qué significa "ponerse en el lugar del otro" y
por qué es tan fundamental para la ética?
6. ¿Qué diferencia existe entre un rival y un semejante, y
cómo se aplica esta distinción en el contexto del capítulo?